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Foto del escritorMiMi Rodas

Un viernes santo - Escritura Creativa

En las calles y avenidas de Guatemala, la gente se agrupaba en cada cuadra, salían de sus casas con cajas de aserrín, rosas y hojas de palma, otros colocaban moldes de madera en el pavimento con diseños folclóricos y religiosos, que representan una mezcla de historia, literatura y sociología, abundaban los rostros de Jesús, la Virgen María y ángeles en todo el recorrido. La Semana Mayor se vestía de morado, blanco y negro, se adornaba con diferentes colores y texturas para darle la bienvenida a las solemnes procesiones que escenificaban con imágenes: la pasión y muerte de Jesús de Nazareth. Acompañado con cortejos fúnebres. Tradiciones surgidas durante la época colonial con influencia española para promover la evangelización.

Hace un año durante el viernes santo, en la conmemoración de la muerte de Jesús de Nazareth, celebrada en la Iglesia del Calvario, parroquia Nuestra Señora de los Remedios, a un costado de las escaleras de la entrada de la iglesia, el Señor Domínguez vestido con túnica negra debajo de su traje de sastre negro, capirote, guantes, cinturón del mismo color, agarraba de la mano a su hijo, de cinco años, vestido de la misma forma, para evitar el acto desastroso de perderlo entre la multitud de hombres vestidos con túnicas negras.


El sol iba bajando la intensidad del meridión, pero aún así sus rayos penetraban en los capirotes provocando en los penitentes desesperación por le espera. El potente estilo arquitectónico neoclásico de la fachada de la iglesia imponía una carga de respeto y las seis banderas negras puestas en la balaustrada con forma triangular, solemnidad. Los penitentes susurraban mientras hablaban y callaban a los niños antes de que surgieran los gritos.


Las pesadas puertas de madera rechinaron cuando se abrieron, un sacerdote con una docena de hombres con túnicas negras e incensarios en sus manos salieron esparciendo el humo que se extendió en una nube gris en los rostros de la multitud y el olor con delicadeza se fue impregnado en sus ropas. La multitud recibía el humo con las cabezas agachadas y persignándose como si estuvieran a punto de recibir un sermón, pero tenían la convicción de sentirse bendecidos. El Señor Domínguez soltó la mano de su hijo para persignarse, agachó su cabeza y cerró sus ojos para evitar el humo, cuando devolvió su mano al niño, se percató de que no se encontraba a su lado.

El anda de la procesión se asomó, entre la puerta, el adorno plasmaba el altar de la Catedral Metropolitana con balaustres con rasgos neoclásicos colocados alrededor de la plataforma, el presbiterio al frente tenía la imagen de un monaguillo vestido con sotana roja y roquete blanco, que iba incensando, luego otros tres levantaban la cruz alta y los ciriales de metal.


Se empezaron a escuchar los tambores de la marcha fúnebre y el bullicio de los feligreses, que se provocó tras la salida de Jesús sepultado, se fue desvaneciendo.

Las escaleras en la entrada de la iglesia y la falta de horquillas dificultaba la salida de la pesada anda de 25 metros de largo, que hacía que las piernas de los 140 hombres temblaran al cargarla, algunas de las pocas mujeres que se encontraban cerca, susurraban: “Se va a caer” y se persignaban. El Señor Domínguez buscaba a los alrededores a su hijo, que no se veía por ninguna parte, cuando la procesión se encontró enfrente al él, sintió que el anda se le venía encima, esta tambaleaba a punto de caerse. El resto del anda, a pesar de la dificultad, se fue asomando, la representación de Jesús sepultado, puesto en una armazón con plumón blanco con un bordado de hilo de oro, se encontraba inclinado hacia adelante por dos almohadas blancas, el baldaquino tenía cuatro columnas que cubrían la imagen.


Algunos de los 140 hombres que aún pasaban por las escaleras provocaban el desequilibrio del peso del anda de 2,500 libras, causando una distribución desigual de la carga, los que iban adelante sintieron en sus hombros el desgarró de la pesadumbre y los de atrás los obligaba a que sus piernas se doblegaran y no lograran resistir, pero la fuerza de hombro a hombro de los 140 hombres logró levantarla totalmente, cuando por la extenuación de la fragilidad humana la parte de atrás tocó el suelo, la multitud dio un grito silencioso de asombró. Por último, en la parte trasera del anda, tres monaguillos iban cantando y uno sosteniendo la jarra donde se coloca el vino y luego al fondo el sagrario de la catedral custodiado por dos ángeles de color oro. Al frente un selle “TOMAD Y COMER, ESTO ES MI CUERPO”.


El Señor Domínguez empezó a preguntar a la multitud por su hijo, estos hacían como si le prestaban atención, pero estaban hipnotizados por aquellas imágenes que les trasmitían una sensación de melancolía y solo negaban con la cabeza sin dejar de mirar a Jesús Sepultado y se persignaban. El Señor empezó a gritar el nombre del niño, pero la banda empezó con las marchas fúnebres con el retumbé de tambores, trompetas y flautas que se escuchaban hasta el cielo.

En la entrada de la puerta de la iglesia las mujeres fueron asomándose tras la salida de la procesión de Jesús sepultado del Calvario, que se encontraba a una cuadra de diferencia y se estaba preparando para el cambio de turno, sustituyendo a los primeros 140 hombres.


60 mujeres cargaban el anda de la Virgen de la Soledad Reina de la Paz, y otras iban acompañando con rezos y cantos hasta que tocará su turno, estaban vestidas de negro, con faldas o vestido, guantes, medias y un velo negro, zapatos bajos y cómodos, ya que eran 18 horas de acompañamiento desde la salida hasta la entrada de la procesión al día siguiente.


Un niño de cinco años se aproximó a una mujer que se encontraba al otro lado las escaleras de la iglesia a la espera de que se asomará el anda de la Virgen, a pesar de que sol estaba radiante, unas gotas de lluvia se asomaron, ella abrió su paraguas negro y se dio cuenta de la presencia del niño que sollozaba.

Al verlo, preguntó:

—¿Te encuentras perdido? —con frecuencia existían extravíos de niños en esas multitudes, aunque se advirtiera cada año de la prevención. El pequeño movió la cabeza en señal de afirmación —¿Con quién vienes?

—Con mi papá, Domínguez—contestó.

—No te preocupes, pronto lo encontraremos, no te alejes de mí—tocó su cabeza con su mano tenía un rosario y un libro de rezos y en la otra puesto su paraguas.

El niño agarró fuerte una punta de la falda de la mujer, para no perderse de nuevo.


El anda salió por completo, con las mismas características de diseño del anda de Jesús sepultado, la Virgen con un largo sayal blanco, toca monjil y manto negro bordado con hijo de oro, una diadema con doce estrellas alrededor, sus mano entrelazadas en señal de suplica y una daga incrustada en su corazón y su rostro de luto, iba acompañada por cuatro monaguillos que cantaban y el sagrario custodiado por dos ángeles de oro, sobresalían cuatro ánforas colocadas dos al frente del presbiterio y dos atrás, con flores rojas.


El Señor Domínguez en un estallido de nervios comenzó a gritar desesperadamente, se calmó al ver salir el anda de la Virgen, pero siguió buscando sin parar. Pensaba que no podía irse tan lejos, el niño no conocía las calles.


Tuvieron las similitudes anteriores al pasar por las escaleras, a pesar de ser menos pesada, 60 mujeres cargándola, cinco hombres con túnica negra adelante y cinco atrás para sostener, el anda temblaba a punto de caerse, pero resistió.


La mujer con paraguas se acercó a la puerta para solicitar ayuda para el niño perdido, pero la puerta fue cerrada por dos hombres de túnica negra que salieron corriendo hacia el anda con plásticos gruesos, sin prestarle atención a la mujer, ni al niño, la multitud empezó a tornarse inquieta, la lluvia había empezado a espesar. Un señor de traje negro rápidamente comenzó a repartir horquillas de metal a las 60 mujeres, ellas las colocaron en la viga de la plataforma donde tenían colocado su hombro, la apoyaron en el suelo y toda el anda quedó sostenida. Los dos hombres con túnica negra se subieron a la plataforma y colocaron los plásticos transparentes en la imagen de la Virgen, la multitud empezó a calmarse. La procesión siguió su recorrido.


La mujer con paraguas, se tornaba cada vez más nerviosa, mirando su reloj, su turno era el próximo para cargar el anda y ya era hora de estar en la fila de la cuadra correspondiente esperando la llegada, pero no sabía como ayudar al niño perdido. Y le dijo:

—Quédate, acá —se hincó para estar a la altura del niño, lo tomó de sus hombros y lo recostó en la puerta de madera de la iglesia —, tu padre no pudo ir muy lejos, estoy segura que vendrá por ti — le dio un beso en la frente —no te preocupes, yo regresaré pronto. No te muevas de aquí.

La mujer salió corriendo.

El niño empezó a llorar más fuerte.


Las multitudes de las calles no dejaban pasar a la mujer con paraguas, a pesar de la lluvia los feligreses se quedaban en sus puestos esperando la llegada de las procesiones. Ella entraba en las multitudes abriéndose paso, rosando a las personas, unos la veían con ojos de desaprobación, pero ella seguía, debía llegar a la cuadra para cumplir con su turno que había esperado por dos años que se lo concedieran.

Llegó a tiempo, la señora encargada de ordenar a las mujeres en fila ya la había sustituido por otra mujer, pero la mujer con paraguas le enseño su cartón que decía: Turno #120 y la dejó pasar, había esperado tanto para lograr cargar la procesión de la Virgen de la Soledad Reina de la Paz y llegó su momento.


Cuando la multitud que se encontraba en la Iglesia fue desapareciendo para irse a colocar a las cuadras donde pasaría la procesión o a buscar otras procesiones de otras iglesias. El Señor Domínguez vio a su hijo sentado con las rodillas en el pecho llorando, en la puerta de la iglesia. Corrió. Se sintió aliviado que su respiración se calmó, cuando estuvo cerca le dio un fuerte abrazo, agradeciendo a Dios en silencio por haberlo encontrado.


Nota: relato escrito con la intención de que los personajes no fueran protagonistas.

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