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Foto del escritorMiMi Rodas

La princesa Adelaida - Escritura Creativa

La puerta del rastrillo del castillo se abrió en manos de Lorenzo, el alabardero de la Guardia del Rey. Lorenzo, tras innumerables batallas ganadas a nombre del Rey Magnus y a su avanzada edad veía a la muerte como una posibilidad allegada; conocía su destino y sabía que después de su osadía lo que le esperaba era la horca por mandato del Rey, pero amaba tanto a la princesa Adelaida que era capaz de morir a cambio de que ella logrará la libertad.

Los esponsales dentro del castillo eran celebrados con una fiesta. El casamiento de la princesa Adelaida con Andrés, príncipe de Frawli, era una sentencia declarada. La Guardia del Rey y la servidumbre se encontraban entretenidos con los preparativos del casamiento, la fiesta duraría una semana. Andrés, el prometido, guardaba silencio en el Gran Salón, mientras el Rey con lucidez le explicaba los azares de la vida y la guerra. Lorenzo era el único que debatía su vida por los sentimientos de Adelaida, nadie notaba la ausencia de la princesa dentro de aquel castillo abarrotado de gente.

La princesa desde pequeña se había ilustrado junto con Izaro en las artes de silencio. Se ocultaban en las criptas del castillo, para no ser descubiertos por el Rey Magnus, que castigaba con azotes o hasta la muerte, a quienes se acercaran a la princesa sin su autorización.

Ella en el encierro del castillo sus sentimientos de ira fueron creciendo, como espuma, con Izaro aprendió a calmar su ímpetu y manejar su furor.

El puente levadizo caía, mientras, Adelaida, sacaba de las caballerizas a su corcel negro con la montura puesta. Lo montó.

—El fuego dentro de mí me consume —dijo en la oreja del corcel —Nadie puede detenernos seremos como dos estrellas que corren fugaces en el cielo.

La princesa se despidió de Lorenzo con un beso; ella lo tomó en su mano y lo tiró en el aire. Él, parado erguido a un costado del rastrillo del castillo, recibió con calidez la despedida, sin moverse, pero sus latidos se aceleraron a punto de que su corazón estaba por salirse de su pecho. Tomó su espada con fuerza ya que pronto la utilizaría contra sus compañeros de batalla para darle tiempo a la princesa de escapar.

Freyja, la Guardiana de Rey, se encontraba en la torre de guardia, desde allí escuchó el rumor del puente levadizo tocar el suelo, sus piernas como dos ágiles gacelas corrieron hacía el patio de armas y desde allí divisó a la princesa Adelaida, montada en su corcel, saliendo del castillo a través de la barbacana. Freyja dio un fuerte grito de impotencia, que retumbó en las paredes del castillo; advirtió a los soldados sobre la fuga de la princesa. Agarró a su caballo entre las caballerizas y montó.

Lorenzo, con ímpetu, se colocó enfrente del camino de la Guardiana. La espada de Lorenzo temblaba, pero tenía su frente en alto, no pretendía morir sin luchar. Freyja que era ágil en la batalla, desenvainó su espada, maniobró las riendas de su caballo hacia un costado y con un solo golpe decapitó a Lorenzo.

—Traidor —rugió la Guardiana.

Sus ojos quedaron como brasas ardientes después de que el fuego desapareció.

Los soldados montaron sus caballos y salieron junto con Freyja en busca de la princesa.

La princesa Adelaida se sumergió en el espeso bosque. La densidad de la niebla hizo que desapareciera como por arte de magia, pero el rumor de los cascos de su corcel que galopaba con fuerza aún, eran escuchados hasta el castillo como ecos de herreros forjando espadas. Su velo blanco voló con el viento quedando suspendido hasta que cayó en las ramas. La princesa Adelaida agitaba con ahínco la rienda del corcel. El corcel cabalgaba como si estuviera siendo perseguido por los peores fantasmas de sus sueños.

El camino se hizo largo y angosto; los caballos de la Guardia del Rey, agitados, seguían a la princesa, los gritos de los soldados llamando a la princesa eran voces desesperadas por capturarla.

Esa noche la suerte estaba decidida para algunas personas, y Adelaida se esforzaba para no ser la elegida de la muerte.

La princesa con su corcel salió del bosque hasta llegar a un abismo que los acorraló; los caballos de la Guardia del Rey se escuchaban cerca.

La princesa Adelaida se bajó de su corcel, empezó a gritar hacia el abismo que era su única salida. Las lágrimas rebalsaron de sus ojos. Conocía sus planes, pero era débil para ejecutarlos. El corcel relinchó, ella lo tomó del pecho y lo abrazó.

—Mi guía, mi alma —susurró.

Él inclinó su cabeza en señal de despedida, sin embargo, Adelaida empezó a caminar de un lado a otro, repitiendo: “no, no”. Los caballos de la Guardia del Rey estaban próximos. La princesa Adelaida sabía que debía de actuar con rapidez.

La princesa sacó una daga envuelta con una manta en su cintura, la apretó fuerte y vio por última vez a su corcel.

—Sé que me perdonarás —incrustó, la daga, con mano firme directo en el pecho del corcel. Salió del hocico un bramido ahogado de dolor.

Adelaida desgarró la piel del corcel con fuerza y con su mano abrió hasta llegar al corazón. Las patas delanteras del corcel manchadas de sangre se desequilibraron y cayó al suelo con ayuda de la princesa, que seguía llorando.

—El destino ya está escrito —pensó.

Guardó su daga.

La princesa Adelaida sacó de un morral un cuerno de rinoceronte tallado, lo llenó de sangre, que sacó del corazón de su corcel; lo cerró con cuero y lo guardó. Freyja estaba justo por alcanzarla cuando la princesa abrió sus brazos como un águila y se lanzó al acantilado. El corcel quedó tirado sin vida y la princesa cayó en las profundidades del mar.

La Guardiana del Rey paró a su tropa cuando vio a Adelaida caer al abismo. Bajó de su caballo y se acercó, no había señales de vida, pero tampoco un cuerpo que comprobara la muerte de la princesa. Suspiró, sabía que su suerte se encontraba tirada, o moriría en el abismo intentando rescatar a la princesa o moriría en la horca por mandato del Rey, así que su primer impulso fue tirarse al vacío.

La princesa Adelaida nadó hasta llegar a la orilla de la Isla Mitufla. Sus pensamientos la inundaban de incertidumbre que la haría flaquear.

—He llegado a un mundo desconocido, que me espera con ansias —pensaba —, ¿podré ser capaz? — se preguntaba —, mi valiente corazón dice que sí, pero mi razón dice: no, no.

Ella sabía que debía ser fuerte, pero en ese momento era difícil para ella, así que recordó las palabras de Izaro: “Si eres capaz de escapar del castillo con vida, eres capaz de vencer las pequeñeces de la vida”.

Durmió el resto de la noche para recuperar energías, entre sus manos agarraba con fuerza el cuerno de rinoceronte que contenía la sangre del corazón de su corcel, tenerla cerca le daba seguridad, así cerró sus ojos con serenidad.

Al amanecer, dos hombres costeros se impresionaron al ver un cuerpo tirado cerca de las orillas de la playa, antes de acercarse tomaron un palo que se encontraba en la arena. Observaron el cuerpo, era una mujer vestida de blanco, le quitaron el cabello de su rostro con el palo. Quedaron sorprendidos y se vieron mutuamente, los rasgos del rostro de la mujer no eran comunes en las mujeres de la Isla Mitufla. Tocaron el brazo de la joven para percatarse que aún se encontraba con vida. La mujer repentinamente se despertó, sobresaltada, al verse rodeada por dos hombres. Se paró con rapidez, les mostraba el cuerno de rinoceronte que tenía en la mano como un arma para defenderse, mientras con la otra mano buscaba su daga.

Los hombres levantaron sus manos en señal de que se encontraban desarmados, pero aun así siguieron rodeándola. La mujer se sintió amenazada.

—Tranquila, tranquila —repetía en su mente Adelaida, mientras se imprimían recuerdos cuando fue atacada por tres hombres en la aldea Recolette y salvada por Izaro.

Las imágenes invadieron sus sentidos hasta el punto que lanzó su primer ataque al hombre que se encontraba enfrente de ella, mientras el otro hombre se le lanzó por atrás para defenderse, pero ella lo esquivó agachándose ágilmente y logró incrustar su daga en el estómago, se volteó y se paró con su daga firme y apuñaló al hombre, que se encontraba enfrente de ella, metiéndole la daga debajo de la quijada.

Se volteó, el hombre sobreviviente se apretaba su estómago para detener la sangre y ella seguía intentando atacarlo, pero el otro hombre agarrando su quijada la rodeó por atrás y con sus brazos la tomó del cuello y cayeron al suelo. El hombre apretaba con ahínco el cuello de Adelaida para ahorcarla, ella pataleaba para tratar de defenderse hasta que intentó meter la daga una y otra vez a un costado del pecho del hombre provocando varias heridas hasta que logró liberarse. Aunque el hombre se encontraba en agonía, ella se paró y tomó del cabello al hombre que estuvo a punto de matarla y le desgarró el cuello.

El otro hombre se postró ante ella debilitado por la falta de sangre y cayó entre la arena. Los recuerdos en la mente de Adelaida desaparecieron y al entrar en lucidez no lograba concebir lo que sus ojos veían. Un hombre muerto cruelmente y el otro a punto de morir.

—Lo siento —dijo la mujer entre sollozos—, muere tranquilo.

La princesa Adelaida con los dos cuerpos tirados en la arena, desgarró su vestido y limpió las heridas del hombre que había apuñalado en el estómago. Al otro hombre lo desvistió, tomó sus harapos para vestirse y lo ocultó entre unas rocas.

Cuando Adelaida terminó de limpiar toda la sangre, sacó el cuerno de rinoceronte colgante, abrió los labios del muerto y vertió la sangre del corcel en la boca. Rezó unas palabras que se escucharon como murmullos, y tras una larga espera el cuerpo del hombre entró nuevamente a la vida. Un suspiro de alivio invadió el alma de la princesa.

—Izaro —susurró.

—Laida, qué has hecho —dijo el hombre con el alma de Izaro —sabes que tienes que dejarme morir, quiero hacerlo.

—No, no estoy preparada —respondió, lágrimas resbalaban.

Adelaida sonrió cuando vio que las heridas habían sanado.

Los interrumpieron unas voces de pescadores que llegaban con sus barcos. Adelaida tomó su cabello y con la daga lo cortó. Izaro le dijo que no lo tirara y lo tomó entre sus manos.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Izaro, que iba acostumbrándose a la estructura de su nuevo cuerpo.

—Quiero irme lejos de esta Isla, de mi padre, del castillo, de la pena que martilla mi corazón —respondió.

—Laida, si tu deseo es irte, más allá de lo que tus ojos ven, nunca olvides a tu pueblo, a tu gente que un día dio la vida por ti— dijo Izaro.

—Izaro, mis oídos ahora se cierran a tus palabras, pero nunca mi corazón, jamás. Algún día regresaré a tomar lo que me pertenece, ahora lo único que quiero es descubrir los fantasmas de mi pasado, encontrar a mi madre —seguía cortando su cabello.

—Laida, quiero que entiendas que no eres una princesa más. Nadie moverá cielo y tierra por tus deseos o caprichos, tú debes luchar por ellos —Izaro guardó el cabello de Laida en un morral de aquel hombre que ya se encontraba muerto.

—Lo sé Izaro, mi destino ya está decidido —se acercó a Izaro y le dio un abrazo.

Adelaida sentía cálido los brazos de Izaro, que la hacían sentir en calma.

—Prométeme algo más: quiero morir, no vuelvas a revivirme, nunca más —dijo Izaro.

—No puedo hacerte esa promesa, jamás —contestó Adelaida viendo el alma de Izaro a través de sus ojos.


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