—¡Nada hará que cambien de opinión, ya lo he decidido! —sacaba del armario su ropa, colocándola desprolijamente: blusas, pantalones, corpiños; salían volando… logrando un aterrizaje exitoso hacía la maleta puesta en la cama.
Me percaté que por un momento, ella vio el vestido amarillo, lo sostuvo en sus manos. Sonreí. Imaginé que ella recordaba aquel día que por sorpresa se lo regalé, fue inesperado, deseaba tanto el vestido que trabaje horas extras por la noche durante un tiempo para conseguir comprarlo y nunca se lo hice saber.
Para mí el costo fue mayor porque la ausencia en las noches, la hacían alejarse de mí. Ya no me habla como antes. Las conversaciones se convirtieron en respuestas monosílabas, y el silencio aumentaba conforme los años pasaban haciéndonos sentir que íbamos en dos caminos diferentes muy distanciados.
Hizo a un lado el vestido dado que no lo llevaría con ella. Suspiré. Las joyas, las metía sin ninguna simetría. Hacía sus maletas con la urgencia en que se entregan los trabajos a última hora. No comprendía el por qué, de la premura, de la prisa, si pronto estaría en los brazos de él, abrazándolo, llenándolo de besos y caricias que ya no serían para mí, ya yo no sería más la luz en sus ojos. Desde ahora todo sería causa de él, la sonrisa en sus labios, las lágrimas en su rostro, sus sueños, anhelos, su preocupación. Pensé en un momento, cómo llegó a ser posible, cómo se enamoraron sin yo darme cuenta, cómo lograron engañarme para conocerse, solo me resignaba la idea de esperar que él mereciera su amor, su tiempo, su entrega.
La miraba, hacía los movimientos necesarios para terminar lo antes posible, los rizos de su cabello se movían al compás del viento, al pararse, al voltearse, al buscar bajo la cama sus zapatos rojos favoritos, solo esperaba que ese instante durará un poco más que una eternidad, veía sus gestos acentuados que de forma natural moldeaban su rostro al hablar, provocando una sensación de imitarlos, no escuchaba lo que decía solo la observaba, cada una de sus acciones, las guardaba en mi corazón, para luego recordarlas una por una en la soledad que me esperaba.
—No tienes que irte ahora—dije sacando la mano de mi bolsillo —, nadie te está sacando, esta es tu casa.
Traté de llevarla a la reflexión, con las pocas palabras que salían de mi boca sin quebrarme.
Vino a mi mente la primera vez que vi sus ojos. Me tomaste de mi mano, pensé, y prometí protegerte para toda la vida, darte mi vida si estabas en peligro, moriría por ti, sería tu escudo para protegerte de un ejército de balas si fuera necesario, pero parecía que nada de eso, ahora, importaba para ella; solo la urgencia, la rapidez de irse, dejándome en este desierto. Los celos me carcomían en mi interior, preguntándome si, él, te daría todo lo que mereces, te respetaría cómo la persona que eres, si te daría el valor que yo te he dado. Unas lágrimas rodaron en mis mejillas, que rápidamente logre limpiar, sin ser vistas. Al verme empezaste a llorar, pero seguías con la perseguidora. Solo limpiaste tus lágrimas, y al terminar me abrazaste y me dijiste que todo estaría bien, que debía de seguir adelante. En ese momento no sabía, cómo, seguiría adelante sentía como si un ladrón había entrado a mi casa, la hubiera hurgado y se había robado lo más valioso de mi vida.
Te sequé las lágrimas con mis manos, me regalaste una sonrisa tierna, la guardé en mi corazón.
—Ponte tu abrigo, no quiero que te enfermes—dije, no me hacía la idea de que se fuera, de perderla, yo le di mi vida, mi tiempo, mi amor y ahora se iba, si nada más que decir, que “todo estará bien”.
Tomó sus maletas, y te fue, dejando un vacío que nadie podía llenar. Y yo me quedé viendo cómo se alejabas de mí.
—¡Papá, papá! —gritaba desenfrenadamente.
Reaccioné.
—Columpiame más fuerte, por favor—sonrió tiernamente.
Los rizos de su cabello volaban al compás del viento.
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