Cuando el tiempo era muy niño todavía, no había en el mundo bicho más feo que el murciélago. El murciélago subió al cielo en busca de Dios. No le dijo: “estoy harto de ser horroroso. Dame plumas de colores”. No; sino que le dijo: “Dame plumas, por favor, que me muero de frío”.
A Dios no le había sobrado ninguna pluma.
–Cada ave te dará una pluma –decidió.
Así obtuvo el murciélago la pluma blanca de la paloma y la verde del papagayo, la simpática del colibrí y la rosada del flamenco, la pluma azul del martín pescador, la de arcilla del águila y la de sol que arde en el pecho del tucán.
El murciélago, frondoso de colores y suavidades, paseaba entre la tierra y las nubes. Por donde iba, quedaba alegre el aire y las nubes, y las aves mudas de admiración. Dicen los pueblos que el arcoíris nació del eco de su vuelo. Pero la vanidad le hinchó el pecho. Miraba con desdén a todo el mundo y ofendía. Se reunieron entonces las aves y juntas volaron hacia Dios.
–El murciélago se burla de nosotras –se quejaron–. Y además, sentimos frío por las plumas que nos faltan.
Al día siguiente, cuando el murciélago agitó las alas en pleno vuelo, quedó súbitamente desnudo. Y una lluvia de plumas cayó sobre la tierra.
Él anda buscándolas todavía. Ciego y feo, enemigo de la luz, vive escondido en las cuevas. Sale a perseguir las plumas perdidas cuando ha caído la noche, y vuela muy veloz, sin detenerse nunca, porque le da vergüenza que lo vean.
Mira la narración del cuento:
Libro: Memorias de fuego
Autor: Eduardo Galeano
Video: Cuentos para acariciar la tarde
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