Hace mucho tiempo cuando no había ni gente, ni animales, ni árboles, ni nada. Todo era un erial desolado y sin límites. En el silencio de las tinieblas vivían los dioses mayas-quichés: Tepeu, Gucumatz y Hurakán. Cuyos nombres guardaban los secretos de la creación, de la existencia y de la muerte, de la tierra y de los seres que la habitan. Cuando los dioses llegaron al lugar donde estaban las tinieblas, hablaron entre sí, manifestaron sus sentimientos y se pusieron de acuerdo sobre lo que debían de hacer conforme a la creación. Primero decidieron: hacer brotar la luz, la cual recibiría alimento de la eternidad, hicieron crecer los árboles, las flores, los campos, entonces, apartaron a las nubes que llenaban el espacio que había entre el cielo y la tierra y así empezaron a formarse los montes, las montañas, las aguas y todo lo que se conoce de la naturaleza.
Cuando los dioses tuvieron antes sus ojos a la primera creación se dieron cuenta que era bella. En seguida decidieron crear a los animales como guardianes y servidores de la naturaleza, pero los animales no hablan, parecían mudos, como si en sus gargantas hubiera muerto las voces inteligentes. Solo supieron gritar según era propio de la clase a la que pertenecían. No le hablaban a los dioses, ni podían rendirles actos de adoración.
Así que los dioses decidieron crear a las primeras mujeres y a los primeros hombres.
Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron. Eran blandos, sin fuerzas, se desmoronaron antes de caminar. Luego probaron con la madera, los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran secos: no tenían sangre, ni sustancia, memoria, ni rumbo. No sabían hablar con los dioses, o no encontraban nada que decirles.
Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne.
Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía sobre el mundo entero.
Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte.
Primera parte del relato: Una adaptación del Popol Vuh (Antiguas leyendas del Quiché) Versión y prólogo de Ermilo Abreu Gómez.
Segunda parte del relato: Del libro Memoria del fuego de Eduardo Galeano, El maíz.
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